EDICION ESPECIAL 60 AÑOS: SOCIEDAD:
06-03-1994 / ADIOS AL SERVICIO MILITAR OBLIGATORIO: ARGENTINA
Un crimen y el fin de la colimba
En 1994, en el cuartel de Zapala, Neuquén, un oficial y
dos ayudantes asesinaron al conscripto Omar Carrasco. El crimen fue
repudiado por la sociedad. El juicio reveló la crueldad de los castigos y
la red de encubrimientos. Se condenó a los culpables y Menem decreto el
fin del servicio militar.
Gerardo Young.
Se terminaron los
sorteos, los números altos que llevaban sin escalas a la colimba, los
números bajos que terminaban en festejos y la cabeza rapada por los
amigos. El fin del servicio militar obligatorio después de 92 años de
historia, fue una de las leyes más festejadas de la década del noventa,
símbolo inobjetable de la avanzada democrática o bien de la pérdida de
poder de las fuerzas armadas. Sólo que, como si fuera un estigma
argentino, la decisión fue hija de una tragedia: el crimen de un
conscripto, el crimen de Carrasco.
El cuartel de Zapala, en Neuquén, con la cordillera de fondo y los
vientos helados hasta los huesos, era uno de los destinos de casi cien
mil jóvenes de 18 años que cada año hacían el servicio militar en el
Ejército. A ese cuartel el 3 de marzo de 1994 llegó en colectivo Omar
Carrasco, un muchacho de un metro sesenta y 19 años recién cumplidos,
que nunca jamás había salido de su pueblito patagónico, Cutral Có. Su
primera y última experiencia le duró tres días. El 6 de marzo lo
molieron a golpes.
La noticia del hallazgo del cadaver de Carrasco se conoció un mes
después de la golpiza, el 6 de abril. Y hubo, como tantas veces, una
explicación oficial que intentó ocultar los hechos. Se dijo que había
muerto de frío al querer escapar del rigor, la disciplina y el orden del
Ejército. Se dijo pero esta vez no se creyó.
Primero fueron los cinco mil vecinos de Carrasco en Cutral Có. Enseguida
otros 15 mil que se plegaron a la protesta en la capital de Neuquén.
Reflejo inmediato de la tragedia, no sólo reclamaban por el
esclarecimiento del crimen sino también contra el servicio militar
—"Chau colimba", coreaban—, un grito que parecieron descubrir en todo el
país madres, tías y abuelas.
El jefe del Ejército, Martín Balza, entendió enseguida que estaba en
juego algo más que un hecho policial. El general se apareció de sorpresa
en Zapala y juró esclarecer el caso, mientras los oficiales de
Inteligencia del Ejército intentaban, en secreto, "ordenar" las cosas
dentro del cuartel. El presidente Carlos Menem debió también poner la
cara y empezó por quejarse de los "ataques a una institución pilar de la
Nación". Ningún argumento podía torcer la historia, que ya parecía
escrita.
Carrasco era un muchachito tímido, morocho, de hablar lento y
profundamente religioso. También era inocente, pecado imperdonable para
algunos. Apenas ingresó al cuartel, el soldado Omar se convirtió en el
blanco preferido del jefe de su grupo, un joven oficial que se la daba
de duro, el teniente Ignacio Canevaro. Carrasco, se supo luego, era el
elegido para los "bailes". Carrasco, se comprobó, solía salir sorteado
para el salto en rana, para los maltratos en aquellas madrugadas
heladas.
Con la ayuda de otros dos conscriptos, Canevaro golpeó a Carrasco hasta
romperle las costillas y dejarlo moribundo. Y en vez de llevarlo a una
enfermería para intentar salvarle la vida, decidieron esconderlo para
que se creyera que había escapado. No importaba el crimen; sólo que se
supiera.
Las pericias acabaron desnudando una trama fuera de época. Carrasco
había muerto en el baño del cuartel luego de varios días de agónica
soledad. Meses después, unos perros rastreadores pudieron reconstruir el
trayecto que usaron Canevaro y los suyos para trasladar el cadáver del
soldado Omar hasta el monte donde terminó siendo "hallado". La historia
oficial se derrumbó. Canevaro fue condenado a 15 años de cárcel y sus
dos ayudantes, los soldados Cristian Suárez y Víctor Salazar, a 10 años
de prisión. Ya están todos libres.
Pero no sólo ellos se habían manchado las manos. En el juicio oral quedó
al descubierto un intrincado laberinto de falsas denuncias y pistas
orientadas a confundir a los investigadores, ideadas en su mayoría desde
el servicio de inteligencia del Ejército, el mismo que quince años
antes había ocupado un lugar protagónico en el aparato represivo de la
dictadura. Siete militares, entre ellos un general, esperaron durante
once años el juicio donde iban a ser juzgados por supuesto
encubrimiento. Tanta espera los terminó beneficiando. En junio pasado
fueron sobreseídos; el delito por el que se los acusaba ya había
prescripto.
Pocos de los jóvenes que hoy tienen 18 años lo saben. Pero Carrasco, con
su vida, cerró las puertas de esa colimba que, sólo según los tíos más
bravos, hacía duros a los hombres. Lo decidió Menem, el 31 de agosto de
1994, con el decreto 1537. Número alto, se habría dicho en el sorteo.
Pero eso es cosa vieja.
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