martes, 17 de abril de 2012

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EDICION ESPECIAL 60 AÑOS: SOCIEDAD: 06-03-1994 / ADIOS AL SERVICIO MILITAR OBLIGATORIO: ARGENTINA Un crimen y el fin de la colimba






En 1994, en el cuartel de Zapala, Neuquén, un oficial y dos ayudantes asesinaron al conscripto Omar Carrasco. El crimen fue repudiado por la sociedad. El juicio reveló la crueldad de los castigos y la red de encubrimientos. Se condenó a los culpables y Menem decreto el fin del servicio militar.


Gerardo Young.

Se terminaron los sorteos, los números altos que llevaban sin escalas a la colimba, los números bajos que terminaban en festejos y la cabeza rapada por los amigos. El fin del servicio militar obligatorio después de 92 años de historia, fue una de las leyes más festejadas de la década del noventa, símbolo inobjetable de la avanzada democrática o bien de la pérdida de poder de las fuerzas armadas. Sólo que, como si fuera un estigma argentino, la decisión fue hija de una tragedia: el crimen de un conscripto, el crimen de Carrasco.

El cuartel de Zapala, en Neuquén, con la cordillera de fondo y los vientos helados hasta los huesos, era uno de los destinos de casi cien mil jóvenes de 18 años que cada año hacían el servicio militar en el Ejército. A ese cuartel el 3 de marzo de 1994 llegó en colectivo Omar Carrasco, un muchacho de un metro sesenta y 19 años recién cumplidos, que nunca jamás había salido de su pueblito patagónico, Cutral Có. Su primera y última experiencia le duró tres días. El 6 de marzo lo molieron a golpes.

La noticia del hallazgo del cadaver de Carrasco se conoció un mes después de la golpiza, el 6 de abril. Y hubo, como tantas veces, una explicación oficial que intentó ocultar los hechos. Se dijo que había muerto de frío al querer escapar del rigor, la disciplina y el orden del Ejército. Se dijo pero esta vez no se creyó.

Primero fueron los cinco mil vecinos de Carrasco en Cutral Có. Enseguida otros 15 mil que se plegaron a la protesta en la capital de Neuquén. Reflejo inmediato de la tragedia, no sólo reclamaban por el esclarecimiento del crimen sino también contra el servicio militar —"Chau colimba", coreaban—, un grito que parecieron descubrir en todo el país madres, tías y abuelas.

El jefe del Ejército, Martín Balza, entendió enseguida que estaba en juego algo más que un hecho policial. El general se apareció de sorpresa en Zapala y juró esclarecer el caso, mientras los oficiales de Inteligencia del Ejército intentaban, en secreto, "ordenar" las cosas dentro del cuartel. El presidente Carlos Menem debió también poner la cara y empezó por quejarse de los "ataques a una institución pilar de la Nación". Ningún argumento podía torcer la historia, que ya parecía escrita.

Carrasco era un muchachito tímido, morocho, de hablar lento y profundamente religioso. También era inocente, pecado imperdonable para algunos. Apenas ingresó al cuartel, el soldado Omar se convirtió en el blanco preferido del jefe de su grupo, un joven oficial que se la daba de duro, el teniente Ignacio Canevaro. Carrasco, se supo luego, era el elegido para los "bailes". Carrasco, se comprobó, solía salir sorteado para el salto en rana, para los maltratos en aquellas madrugadas heladas.

Con la ayuda de otros dos conscriptos, Canevaro golpeó a Carrasco hasta romperle las costillas y dejarlo moribundo. Y en vez de llevarlo a una enfermería para intentar salvarle la vida, decidieron esconderlo para que se creyera que había escapado. No importaba el crimen; sólo que se supiera.

Las pericias acabaron desnudando una trama fuera de época. Carrasco había muerto en el baño del cuartel luego de varios días de agónica soledad. Meses después, unos perros rastreadores pudieron reconstruir el trayecto que usaron Canevaro y los suyos para trasladar el cadáver del soldado Omar hasta el monte donde terminó siendo "hallado". La historia oficial se derrumbó. Canevaro fue condenado a 15 años de cárcel y sus dos ayudantes, los soldados Cristian Suárez y Víctor Salazar, a 10 años de prisión. Ya están todos libres.

Pero no sólo ellos se habían manchado las manos. En el juicio oral quedó al descubierto un intrincado laberinto de falsas denuncias y pistas orientadas a confundir a los investigadores, ideadas en su mayoría desde el servicio de inteligencia del Ejército, el mismo que quince años antes había ocupado un lugar protagónico en el aparato represivo de la dictadura. Siete militares, entre ellos un general, esperaron durante once años el juicio donde iban a ser juzgados por supuesto encubrimiento. Tanta espera los terminó beneficiando. En junio pasado fueron sobreseídos; el delito por el que se los acusaba ya había prescripto.

Pocos de los jóvenes que hoy tienen 18 años lo saben. Pero Carrasco, con su vida, cerró las puertas de esa colimba que, sólo según los tíos más bravos, hacía duros a los hombres. Lo decidió Menem, el 31 de agosto de 1994, con el decreto 1537. Número alto, se habría dicho en el sorteo. Pero eso es cosa vieja.


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